Mi papá está reencontrando su espiritualidad. En su lucha contra las adicciones, ha encontrado en la fe una herramienta de fuerza. Paralelamente, yo he dejado a la iglesia por completo, mientras libro mi batalla personal contra la depresión, el déficit de atención y la falta de organización crónica. Claro, yo lo intento de la mano de un siquiatra y no del párroco.
Mi papá, supongo que tratando de compartir su éxito en la vuelta a la fe, me decía que uno no debe perderse lo bueno que tiene la iglesia católica, sólo por centrarse en aquello que de malo tiene. Es decir, ligar a la iglesia con curas pederastas, venta de indulgencias, verdades papales infalibles, contradictorias unas con otras; milagros inverosímiles, labores políticas consistentemente opuestas al interés de la gente y, en ocasiones, francamente criminales, etcétera; es injusto.
Aquél que piensa sólo en lo malo, se pierde de las cosas buenas de la fe.
Es cierto. La fe trae cosas buenas.
Y yo, al abandonarla, no pienso en lo negativo de la iglesia, sino en lo bueno que ofrece. Yo me quiero perder las certezas del origen del mundo y de su destino. Con mucho gusto elijo morir para siempre. Me alivia no tener aliados con fuerza desmedida. El castigo por mi elección es el de ser condenado a un mundo de torturas que no existen.
PD. Bien reza el refrán. No tiene la culpa el apóstata, sino el que lo hace compadre.