En La leyenda del tío Boonmee (Loong Boonmee raluek chat, Tailandia-RU-Francia-Alemania-España, 2010), sexto filme del avanzadísimo director tailandés de alucinante culto internacional a los 40 años Apichatpong Weerasethakul (Felizmente tuya 02, Malestar tropical 04), con guión suyo basado en la crónica libresca Un hombre que recordaba sus vidas pasadas del monje Phra Sripariyittiweti, el dulcísimo tío Boonmee (Thanapat Saisaymar) es llevado a morir de una terminal enfermedad de los riñones a su cabaña natal por la sensual aún deseosa de satisfacciones tía Jen (Jenjira Pongpas) y su sobrino Tong (Skada Kaewbuadee) con ayuda de un enfermero, pero allí, desde la primera noche cenando en la varanda, el fantasma de su primera esposa perdida hace 19 años Huay (Natthakarn Aphaiwond) y la peluda bestia negra de brillantes ojos rojos en que ha reencarnado su hijo Bonnsong (Geerasak Kulhong) lo toman a su cuidado, alivianándolo, haciéndole sentir menos dolorosa su inminente defunción y su transmutación, que se realizarán, entre consejas y peregrinaciones selváticas, al interior de la cueva en una cumbre montañosa, dentro de la cual el hombre no solamente renacerá a una nueva vida inesperada.
La transmutación sublime habla a nivel de fantasía hogareña e imaginación perfectamente equilibrada, dándose incluso el lujo de incorporar colaterales leyendas redivivas completas que nada tienen que ver directamente con la anécdota principal (esa historia redonda de la princesa vieja que rejuveneció en su reflejo acuático para ser poseída por el pez gato de la cascada magnífica), junto a sus maravillas de ultratumba cotidiana, en forma sencilla y entrañable, la más limpia, tan contemplativa como envolvente, con un mínimo de recursos bien calculados y dispuestos en un pequeño gran universo íntimo, en ese mundo mágico/onírico/animista y de fervor cósmico que caracterizan las ficciones transfantásticas y altamente espirituales de la enigmática y siempre sorprendentemente distinta narrativa de Apichatpong, en las antípodas de un genio occidental como Tim Burton que ha necesitado movilizar cien mil efectos especiales para crear un clima seudofantástico en su hipercongestionada antipoética Alicia en el país de las maravillas (10), o de las mamonerías del Almodóvar de Volver (05), anteriores a las virtudes orientales del sigilo, la ilusión, la parsimonia y el fabuloso Eros del moribundo abrazando a su cónyuge del intramundo otra vez familiar en un extático plano abierto.
La transmutación sublime propone el milagro de la reinvención de una forma fílmica superexpresiva que se basa en la meditación, en la negación del cine de la acción y del stress, trátese de las apariciones por primitiva sobreimpresión, de la figura inquietante de esa Bestia oscura descendiente de aquella inmortal de Cocteau que después se multiplicará en la funesta hora crucial, de la cosmofánica travesía de la jungla, de la feérica cima de la colina, todo ello en un sostenido diálogo sin culpa con las existencias anteriores, más allá de cualquier realismo del día a día, plasmándose en planos largos, ausencia de música y profusión de ruidos insecto-domésticos/selvático/naturales, o en una pasmosa secuencia de fotofijas de novela gráfica mapa mejor escuchar feroces ecos contra las invasiones estadunidenses en Asia (al modo de la historieta ilustrada por nuestro cineasta en La aventura de Iron Pussy haciendo mancuerna con un videoinstalador como él mismo Michael Shaowanasai 03), cual pródigo prodigioso remanso omniconsciente del mundo.
La transmutación sublime plantea un humanismo donde la naturaleza animal y espectral del hombre lo tornan y elevan a nivel de animal o espectro, o simplemente lo desaparecen, por ende llenando el relato de momentos perfectos y privilegiados, hasta esa serie de finales y remates donde tal pareciera que también accedieran a otra vida todos los parientes que acaompañaban al tío Boonmee y hoy se reinstalan a su existencia previa, transfigurada. Y la transmutación sublime, en efecto, cuando podría o debería pasar al terror, deviene una diafanidad infinita.