La Goldovskaya y Jodie Foster: dividiendo, por Jorge Ayala Blanco

  • Cinefilia exquisita

I. EL INVOLUCRAMIENTO SECRETO. En "El sabor amargo de la libertad" ("A Bitter Taste of Freedom", EU-Suecia, 2011), filme 32 de la valerosa realizadora-fotógrafa documentalista septuagenaria rusa soviética/postsoviética/californiana que fuera la primera en filmar los Gulags leninista-stalinistas Marina Goldovskaya (Solovki Power 87, La casa de la calle Arbat 93), arranca con la TVnoticia del asesinato a las puertas de su casa hacia 1996 de la reportera de investigación y opositora al nuevo régimen Anna Politkovskaya, resucita su figura gracias a kilómetros de tomas de archivo y a la participación de la mujer cuando joven madre casada y feliz en el documental sugerentemente casi homónimo El sabor de la libertad de la misma astuta directora (91), pero, más que buscar o señalar a los culpables del homicidio (sin duda incrustados en las más altas esferas del poder allí donde no se mueve ni la hoja de un árbol sin la voluntad de Putin), vuelca su indagación fehaciente y eficiente sobre el misterio de su involucramiento denunciador, primero al fungir como corresponsal bélica y paño de lágrimas y vocera radical de la diezmada población civil en las dos guerras de Chechenia, luego como participante en las negociaciones con los terroristas chechenos que tomaron el teatro Nord-Ost de Moscú (culminando en la brutal masacre con gas de todos ellos, más 179 inocentes) y finalmente durante su erección como una especie de Madre Teresa rusa, premiada por organizaciones pacifistas en EU, chocando con el belicismo de Bush y siendo víctima ya de una tentativa de envenenamiento cuando volaba a aquella pequeña ciudad de la separatista Osetia del Sur asolada por otra toma de rehenes pronto trágica, et al.

Anna Politkovskaya en El
sabor amargo de la libertad.

El involucramiento secreto se escinde en su desbordado interior para afirmarse como un inteligente filme-ensayo y una película tierna a la vez, una disertación documentadísima sobre la Rusia actual (en un callejón sin salida político, pasando de la feroz dictadura totalitaria comunista a una feroz dictadura totalitaria burocrática sin pasar ni por la libertad ni por la democracia verdaderas) y el doloroso retrato de la periodista activista que le sirve como revelador histórico, sin lección edificante alguna y por encima de toda lamentación o protesta implícita.

El involucramiento secreto acumula testimonios y más testimonios, cálidos y agudos, jamás declarativos, trabajados tras horas de convivencia tan afectuosa cuan manipuladora, trátese del periodista que considera a las mujeres incapaces de una objetividad no emotiva, como las erinnias desoladas de los campos clamando voce magna, o esa sobreviviente sin restos ni arrestos de vida humana tras ver fallecer asfixiados al marido y al hijo en la matanza del teatro.

Y el involucramiento secreto se estrella finalmente contra el secreto moral de todo involucramiento, el ¿chejoviano, dostoiesvkiano? misterio del alma tan insobornable e incallable cuan impenetrable de la coralmente evocada-invocada Anya, su cara puntiaguda, su cuerpo en apariencia frágil, sus características gafitas redondas, sus cabellos rubios o canosos, su casi artística habilidad para sostener una producción de miles de artículos y libros radicales al tiempo de una linda vida familiar (según sus hermosos hijos y su juguetona nietecita), su martirio en el vacío.

II. LA COMUNICACIÓN MEDIATIZADA. En "Mi otro yo" (The Beaver, EU, 2011), tercer opus de la bravamente autocrítica actriz de 49 años Jodie Foster retornando a la más exigente realización fílmica (Mentes que brillan 91, Fiesta en familia 95), con intelectualizado guión de Kyle Killer, el hereditario dueño cincuentón de una fábrica de juguetes Walter (Mel Gibson jodidísimo) se contempla en voz off caído en una depresión pavorosa, en bancarrota productiva y en soledad postrada, corrido de la casa por su decidida esposa madura Meredith (la propia Foster, señorial), quien se queda con un cariñoso hijito chiquitirrín Henry (Riley Thomas Stewart) que de nada se entera, aunque llevándose entre las patas a su hijo preparatoriano experto en fraudes académicos Porter (Anton Yechin), pero un buen día el hombre en crisis definitiva se deja fascinar por un títere-peluche con figura de castor al que empieza a utilizar como instrumento exclusivo de comunicación con todos, obteniendo sorprendentes resultados, venciendo resistencias, volviendo a ser admitido en su hogar, recuperando el respeto de sus subalternos y la prosperidad de su fábrica, convirtiéndose en celebridad nacional gracias a TVentrevistas más portadas de revistas y ocasionando de rebote que su hijo adolescente entable una difícil y contradictoria pero profunda relación con la compleja condiscípula Norah (Jennifer Lawrence) que le encantaba, hasta que nuestro héroe empiece a ver a la marioneta Castor con vida propia y tornándose demasiado demandante, se sienta agredido por él y acabe mutilándose el brazo que lo mueve, sea internado para tratamiento facultativo y egrese ya curado para reunirse con su familia ya también extenuadamente sana.

La comunicación mediatizada aborda de frente el tema de la depresión en la sociedad del simulacro mediante un cine de personajes que toman al toro por los cuernos, situándonos en el lugar mismo de un deprimido (el hombre inmaduro perpetuo antes todoaceptante y el joven mal integrado a sus cambios y a su mundo tanto como a su vida afectiva), involucrándonos en su conflicto y haciendo patente su doloroso processus de mutación interna/externa, motivando fabulosas interpretaciones oscareables en su estoico cuadro de actores.

La comunicación mediatizada pone en acción constructivamente y a mil por hora un simpático batidillo entre la teoría dramática del Distanciamiento de Brecht (el héroe se distancia críticamente del mundo e incluso de sí mismo como en una pieza ad hoc de teatro épico anticatártico un tanto tardío), la teoría antipsiquiátrica del Yo Dividido de Laing (el héroe como cualquier esquizofrénico se inventa un falso yo para que se relacione con los demás poniendo a resguardo su auténtico yo demasiado frágil y vulnerable) y la teoría contracapitalista del Delirio de Deleuze-Guattari (el héroe llega hasta el final de su delirio para liberarse y sanar esquizoanalíticamente), tres teorías distintas y todas verdaderas, valederas.

La comunicación mediatizada fracasa al jamás poner en duda los valores archiconvencionales de las criaturas enajenadas presentes y al seguir reverenciando sus criterios de éxito como universales e incuestionables: dinero, fama, familia tradicional dichosa, burguesía juguetera recobrando prosperidad, reivindicación de grafitis callejeros como arte y éste como excelso desahogo individual, discurso de graduación escolar cual apabullante hecho glorioso, et al.

Y la comunicación mediatizada habrá de culminar tan dichosa como ese núcleo familiar de final feliz disneyano, pero tan ambiguamente a bordo de una simbólica cuan sarcástica Montaña Rusa (¿otra más?).